Ciertamente para
definir una promesa hay que atender a su contexto: el prometiente, el
prometido, lo que se promete. No es lo mismo prometerle a todos los
santos y difuntos vestir un año de café al primo más chico si
Colo-Colo gana el campeonato que la promesa de un concejal en feria
intentando ganar una elección que le permitirá vivir sin trabajar.
En el caso presente, el prometiente era yo de pendejo, 17 años para
ser exactos, el prometido era mi viejo y lo prometido es el tema de
todo este asunto. Igual, para todo lo que se va a contar se entienda
bien, habría que introducir primero quién es el prometido.
Mi viejo es un
genio, siempre lo he dicho así, corto, preciso, sin dudas.
Cierto es que para la
mayoría de los niños sus
viejos son Superman, pero la calma que me da asomarme ya un poco por
fuera de la infancia me permite darle más objetividad al asunto.
De
todas maneras, no es un tipo que destile genialidad, está
plagado de matices
que a cualquier observador ingenuo lo harían dudar seriamente de mi
palabra. Siempre se ríe de todo, de
lo más mínimo, a
carcajadas, a veces
hasta llora de una risa
que no controla por una talla fome y mil veces vista de Tom y Jerry.
Su incapacidad de hablar a una velocidad comprensible para cualquier
ser humano que no lleve sus genes es proverbial y reconocida por el
mundo entero. En fin, su
falta de tacto social ha dado lugar a anécdotas memorables que
recordamos con mi vieja cada
vez que podemos y que
tienen la doble dimensión de ser una de las pocas cosas que lo
avergüenzan y una de las pocas cosas que a mi vieja la hacen reír
con una risa suelta y distendida.
Mi
vieja es otro caso, daría para escribir varios libros. Baste decir,
por ahora, que si hubiera sido futbolista seguro habría sido defensa
central. Central uruguaya para más detalle. De haber jugado en los
50, sin duda a nadie le habría extrañado que le disputara la
capitanía a Varela y por ahí se la ganaba. Siempre me divierte
pensar cómo lo hizo el
cabro que fue mi viejo
para
poder siquiera sacarle una sonrisa a semejante murallón:
me lo imagino flaco
como un palo, medio dejado de lado por los caminos de la evolución,
mirándola embobado en la
nocturna en Chillán,
siempre fusilado y
medio muerto por los
innumerables trabajos mal pagados por los que tenía que desfilar
para siquiera
sacarle un descuento
a la vida. No lo sé a
ciencia cierta (puedo proyectarlo
sin miedo a equivocarme autorizado por nuestras multiples
similitudes) pero a todo eso habría
que sumarle una timidez y una torpeza para estas lides, seguramente
genética. Encima, sin
nada más que ofrecer que lo que pudieran sacar
del sombrero su cabeza y
sus manos. Quizás ese era
el truco, no era cualquier cabeza ni cualquier manos, eran,
justamente, las de un tipo distinto al resto. Igual
eso mi vieja no tenía como saberlo o quizás lo intuía, haciendo
uso de ese sexto sentido tan afinado que la caracteriza y nos hace
sospechar con mi viejo de ciertas artes secretas brujeriles. Además,
es cosa de mirarle, se cae de buen tipo.
“Después de todo no es tan feo tampoco” habrá pensado perdiendo
por una vez las marcas, llegando tarde al cruce y dejando
escapar una de las contadas sonrisas.
Aquí
habría que exigir el compromiso de creer que cuando digo
innumerables trabajos
son realmente innumerables.
En una infancia llena de su presencia, el recuerdo más vivido que
tengo es tenerlo contándome
largamente sus historias de niño-trabajador,
de su trabajo de pelotero en el club de tenis, de todoservicio en el
cementerio, de temporero recorriendo los campos, de cargador de sacos
en la feria, de la vez
que, a los 8 años, decidió ser su propio apoderado y anotarse por
las suyas en el colegio: yo tengo que haber abierto unos ojos
gigantes, como platos
–como los que
seguramente abrió la directora que lo anotó en el colegio al ver
llegar un punto chico realizar tal hazaña--
a los 8
años el domingo me
tenían que ir a buscar con
una notificación judicial para
sacarme de la pichanga y preparar el lunes. Mi viejo increíblemente
lo contaba sin rabia, con alegría, como rememorando un tiempo lleno
de libertad y fue haciendo crecer en mi cabeza de niño una red llena
de magia y admiración por las buenas historias. Sin saberlo, las
calles de su población en Chillán le prestaron sus formas a Macondo
y sus historias le prestaron la cara a Diego
de la Vega, José Arcadio,
Ulises, Aniceto y tantos
otros que ya, de más
grande, irian desfilando
después de él y se
quedaban cortos, cortisimos, a su lado.
De
todas maneras, uno podría detenerse y dudar y atribuir esa
admiración ciega a la edad y al hecho de que todos los niños
depositen en sus viejos, cuando estos existen,
todas las virtudes del mundo. No es ese el caso. Yo vi a mi viejo
hacer eso y tantas otras cosas más. Quizás baste decir que lo único
que no le vi hacer a mi viejo es volar (lo que a la luz de mis
propias experiencias me parece bastante lamentable). Hasta
el día de hoy conserva la increíble capacidad de arreglarlo todo:
la bicicleta, mi cabeza, el computador, los inefables
trabajos de técnico manual que yo era ridículamente incapaz de
hacer –como olvidar el tremendo conejito-corredor
que, más encima, deje
olvidado en la micro el día que había que presentarlo, pero bueno,
esa es otra historia.
Cuando era chico, me lo imaginaba como Clark Kent, un tipo
completamente normal, con una cara más tirada hacia la candidez que
a la agilidad mental, pero cuando lo agarraba una tarea se
transformaba, se le iban los ojos, lo invadía como ese estado de
alegre presencia que tienen los buenos músicos
tocando y se pegaba tanto que hasta el mismo Socrates se habría
aburrido de discutir con él, no hay caso con este, seguro habría
dicho después de unas horas.
Un
solo ejemplo bastará. Cuando
mis hermanas entraron a la universidad, ambas a carreras de bien no
como el que suscribe, estimaron que la casa se había quedado chica
y no se le ocurrió nada mejor que hacerla de nuevo. Solo. De
principio a fin, de planos a instalaciones eléctricas.
Con una pura pierna –desafíando
el saber popular, mi viejo es medio cojo pero es bueno, bueno como el
pan-- y con el
conocimiento aprendido en la milenaria tarea de mirar a su propio
viejo hacer lo mismo,
de forma increíble paró una casa completa trabajando en el verano y
después de llegar del trabajo. Estas
cosas fueron dándole
objetividad a mi natural imaginación de cabro chico porque, orgullo
para mi, todo el barrio,
mis amigos,
los amigos de mis hermanas lo veían como una especie de MacGyver
criollo y fabulaban que
cómo
era posible tanta cosa.
Ninguna de esas multiples
ocupaciones impidió que
se diera el tiempo de acribillarme a pelotazos para entrenarme al
arco (cosa que no tuvo los
frutos esperados, pero bueno, todo no se puede),
enseñarme a jugar ajedrez (y no dejarme ganar nunca), hacerme las
tareas de artes o discutir conmigo, desde edades inimaginables, sobre
fútbol, política, dios y tanta cosa. Igual yo lo admiraba como el
que más, pero no estabamos de acuerdo en casi ningún tema de los
diversos que tocabamos y eso parecía gustarle, incluso parecía
incentivarlo, no sabía el monstruo que estaba creando.
Bueno, la promesa.
Cuando tenía 17 años decidí estudiar Literatura. Licenciatura en
Lengua y Literatura Hispánica, quiero decir. En una familia de
trabajadores, la gesta épica de una hermana médico y otra ingeniera
le daba a la decisión un matiz más impopular todavía. En un
principio contó con la oposición de todo el mundo. Cuando digo todo
el mundo es todo el mundo: esa es una de las desventajas de ser del
sur y tener una familia grande, parte de los costos del cariño “oiga
pero es que Pipito usted puede estudiar lo que quiera, para qué va a
estudiar esa lesera”. Menos mal ya no vivíamos en Dorsal,
departamento ubicado en unos blocks donde pasé mi infancia primera y
donde se conservaba una vida comunitaria muchisimo más activa: de
haber estado ahí seguramente el afilador de cuchillos, el vendedor
de leche de burra, el cambiador de plantas por ropa y la señora a la
que le volé un diente de un cabezazo cuando era guagua también
habrían reclamado su sitio en el ágora de mi futuro y pedido la
palabra. Ahora, sin duda, la oposición más dura fue la de mi vieja.
No quería y no quería no más, quería algo mejor para mi. Igual,
hablar con el diario del lunes me obliga a ser justo: todas las
aprensiones de mi vieja eran ciertas y la realidad resultó ser peor
incluso de lo que ella creía, al menos en términos de estabilidad
laboral, psicológica y financiera –además, en la academia uno se
encuentra con cada mal bicho, pero esa si que es materia de otra
historia.
Fue un tiempo difícil y frío, sobre todo que somos nosotros tan
pegados y familieros –medio mamones diría un observador imparcial
más implacable. Con todo esto a cuestas, que duró varios meses, un
día mi viejo entró a mi pieza y me dijo: ya Felipe, tenemos que
conversar. Mi viejo tenía todo el derecho a tirar una arenga digna
de Bonini sobre lo difícil que es la vida, toda la mierda que hay
que comer para salir adelante y, sin dudas, todo el titánico
esfuerzo que tuvo que mamarse él mismo, nadie se lo tuvo que contar,
para que nosotros pudieramos estudiar lo que se nos cantara y vivir
más tranquilos, sin tener que trabajar como un buey en lo que
cayera. Él había tejido con sabiduría una red enormes de
historias, primero, y de vivencias preciosas, después, para que yo
lo conociera, supiera su historia, sus afectos, sus voluntades. Pero
no dijo nada de eso, no jugó ninguna de esas cartas, no apeló a
nada de eso. No hubo discursos, ni retos, ni manipulaciones, ni
reprimendas. Me miró serio, muy serio, cosa rara. ¿De verdad
quieres estudiar eso? Si, papá, de verdad. Mira, Felipe, entonces
tienes que prometerme que vas a esforzarte, que vas a ser bueno y que
no vas a cambiarte de carrera. Bueno, papá. ¿Palabra de hombre?
Palabra de hombre. Bueno, estamos listos entonces, cuenta conmigo. Y
se fue.
Quedé dibujado, de una pieza, sin entender mucho lo que había
pasado. Mi viejo siempre describe a los viejos antiguos, su viejo y
su tío, como viejos duros, de múltiples oficios y vidas durisimas,
de pocas y precisas palabras. En ese momento, mi viejo tan locuaz y
siempre alegre había traído códigos de otro tiempo, quizás ya
perdidos, para solucionar de un plumazo el problema y llevarse todas
las nubes negras llenas de mierda. Pasaron varios días masticando el
asunto hasta el día de la resolución final. Quizás es una
pelotudez pero son realmente las pequeñas pelotudeces diarias las
que van tejiendo las redes de la vida cotidiana y marcando a fuego
el destino de nuestros afectos: un día, ocupando el pc, cuelgo y me
pongo a hacer otra cosa y de repente aparece esos fondos de pantalla
que tenían los Windows viejos con unas letritas de WordArt flotando
que decían: Dr. Felipe Hasler, Doctor en Letras. De una u otra
manera, yo sabía que él tenía una fe ciega, enorme, totalmente
injustificada en mis capacidades y, de una manera u otra, quería
responderle. Ese día, para mi, se terminó de cerrar esa promesa que
le daría sentido a todos los sucesos que se terminaron de cerrar la
semana pasada.
Desprovisto de la genialidad épica de mi viejo, eché mano a una
cosa que si heredé de él: la cabeza dura. Me tiré a estudiar como
quien se tira de cabeza a una muralla, sin mucho talento pero sin
descanso. A veces, cuando amigos me han preguntado “¿por qué no
te tomaste un añito entre el magister y el doctorado? ¿por qué no
descansas un poco y agarras mundo?” siempre la tiro al corner e
improviso un “es que después es todo más complicado, con familia
y todo es más difícil” o un “así se dieron las cosas, es todo
un tema”. La intimidad de la promesa le daba más fuerza a ese
vínculo de donde siempre echaba mano de un poco de fuerza para poder
enfrentar las miserias cotidianas. Además, si le hubiera dicho a
alguien “se lo prometí a mi viejo” se hubiera quedado de una
pieza, no habría entendido una mierda y, bueno, explicar tanta cosa
también. Alguna gente dice que en eso de ser tan terco como una mula
soy un aries de manual pero yo creo que es porque soy medio tarado no
más. Además, mi viejo es igual y es del signo de diciembre,
entonces no creo que venga mucho a cuento.
El tiempo quiso, de una manera que todo calzara para bien, se tiene
que haber equivocado el tiempo con nosotros esta vez. La semana
pasada por fin pude terminar la tesis doctoral y dejarla entregada en
Buenos Aires. Justo para su cumpleaños nos encontramos por primera
vez después de eso. Cuando nos vimos y lo abracé me entró una
emoción grande, como si hubieramos viajado toda la noche en un
cacharro de porquería para enfrentar al equipo más grande del mundo
en el Monumental y le hubieramos ganado de contragolpe en el último
minuto, con un gol mío y un pase enorme y profundo de él. Yo sabía
que se lo debía y le había cumplido, por ahí pueden revisar la
tesis y mandarla al carajo pero ya nada importa, el esfuerzo había
estado, sin duda, y le había cumplido y no podía importar más nada
que eso. No se lo debía solo a él, sino también al pendejo
pelotero de tenis, al que se anotó solo en el colegio, al cabro que
cargaba sacos y también a ese viejo profundamente bueno y optimista
que es ahora. Porque yo sé a ciencia cierta que en la mayoría de
los partidos de la vida soy un central bastante limitado, tronco y
hecho de flan pero con él en la espalda, con ese apoyo constante e
irreflexivo, puedo ser un 10, echarme al equipo al hombro y sacar un
pase bueno de vez en cuando.