domingo, 4 de diciembre de 2016

LA PROMESA

Ciertamente para definir una promesa hay que atender a su contexto: el prometiente, el prometido, lo que se promete. No es lo mismo prometerle a todos los santos y difuntos vestir un año de café al primo más chico si Colo-Colo gana el campeonato que la promesa de un concejal en feria intentando ganar una elección que le permitirá vivir sin trabajar. En el caso presente, el prometiente era yo de pendejo, 17 años para ser exactos, el prometido era mi viejo y lo prometido es el tema de todo este asunto. Igual, para todo lo que se va a contar se entienda bien, habría que introducir primero quién es el prometido.

Mi viejo es un genio, siempre lo he dicho así, corto, preciso, sin dudas. Cierto es que para la mayoría de los niños sus viejos son Superman, pero la calma que me da asomarme ya un poco por fuera de la infancia me permite darle más objetividad al asunto.

De todas maneras, no es un tipo que destile genialidad, está plagado de matices que a cualquier observador ingenuo lo harían dudar seriamente de mi palabra. Siempre se ríe de todo, de lo más mínimo, a carcajadas, a veces hasta llora de una risa que no controla por una talla fome y mil veces vista de Tom y Jerry. Su incapacidad de hablar a una velocidad comprensible para cualquier ser humano que no lleve sus genes es proverbial y reconocida por el mundo entero. En fin, su falta de tacto social ha dado lugar a anécdotas memorables que recordamos con mi vieja cada vez que podemos y que tienen la doble dimensión de ser una de las pocas cosas que lo avergüenzan y una de las pocas cosas que a mi vieja la hacen reír con una risa suelta y distendida.

Mi vieja es otro caso, daría para escribir varios libros. Baste decir, por ahora, que si hubiera sido futbolista seguro habría sido defensa central. Central uruguaya para más detalle. De haber jugado en los 50, sin duda a nadie le habría extrañado que le disputara la capitanía a Varela y por ahí se la ganaba. Siempre me divierte pensar cómo lo hizo el cabro que fue mi viejo para poder siquiera sacarle una sonrisa a semejante murallón: me lo imagino flaco como un palo, medio dejado de lado por los caminos de la evolución, mirándola embobado en la nocturna en Chillán, siempre fusilado y medio muerto por los innumerables trabajos mal pagados por los que tenía que desfilar para siquiera sacarle un descuento a la vida. No lo sé a ciencia cierta (puedo proyectarlo sin miedo a equivocarme autorizado por nuestras multiples similitudes) pero a todo eso haba que sumarle una timidez y una torpeza para estas lides, seguramente genética. Encima, sin nada más que ofrecer que lo que pudieran sacar del sombrero su cabeza y sus manos. Quizás ese era el truco, no era cualquier cabeza ni cualquier manos, eran, justamente, las de un tipo distinto al resto. Igual eso mi vieja no tenía como saberlo o quizás lo intuía, haciendo uso de ese sexto sentido tan afinado que la caracteriza y nos hace sospechar con mi viejo de ciertas artes secretas brujeriles. Además, es cosa de mirarle, se cae de buen tipo. “Después de todo no es tan feo tampoco” habrá pensado perdiendo por una vez las marcas, llegando tarde al cruce y dejando escapar una de las contadas sonrisas.

Aquí habría que exigir el compromiso de creer que cuando digo innumerables trabajos son realmente innumerables. En una infancia llena de su presencia, el recuerdo más vivido que tengo es tenerlo contándome largamente sus historias de niño-trabajador, de su trabajo de pelotero en el club de tenis, de todoservicio en el cementerio, de temporero recorriendo los campos, de cargador de sacos en la feria, de la vez que, a los 8 años, decidió ser su propio apoderado y anotarse por las suyas en el colegio: yo tengo que haber abierto unos ojos gigantes, como platos –como los que seguramente abrió la directora que lo anotó en el colegio al ver llegar un punto chico realizar tal hazaña-- a los 8 años el domingo me tenían que ir a buscar con una notificación judicial para sacarme de la pichanga y preparar el lunes. Mi viejo increíblemente lo contaba sin rabia, con alegría, como rememorando un tiempo lleno de libertad y fue haciendo crecer en mi cabeza de niño una red llena de magia y admiración por las buenas historias. Sin saberlo, las calles de su población en Chillán le prestaron sus formas a Macondo y sus historias le prestaron la cara a Diego de la Vega, José Arcadio, Ulises, Aniceto y tantos otros que ya, de más grande, irian desfilando después de él y se quedaban cortos, cortisimos, a su lado.

De todas maneras, uno podría detenerse y dudar y atribuir esa admiración ciega a la edad y al hecho de que todos los niños depositen en sus viejos, cuando estos existen, todas las virtudes del mundo. No es ese el caso. Yo vi a mi viejo hacer eso y tantas otras cosas más. Quizás baste decir que lo único que no le vi hacer a mi viejo es volar (lo que a la luz de mis propias experiencias me parece bastante lamentable). Hasta el día de hoy conserva la increíble capacidad de arreglarlo todo: la bicicleta, mi cabeza, el computador, los inefables trabajos de técnico manual que yo era ridículamente incapaz de hacer –como olvidar el tremendo conejito-corredor que, más encima, deje olvidado en la micro el día que había que presentarlo, pero bueno, esa es otra historia. Cuando era chico, me lo imaginaba como Clark Kent, un tipo completamente normal, con una cara más tirada hacia la candidez que a la agilidad mental, pero cuando lo agarraba una tarea se transformaba, se le iban los ojos, lo invadía como ese estado de alegre presencia que tienen los buenos músicos tocando y se pegaba tanto que hasta el mismo Socrates se habría aburrido de discutir con él, no hay caso con este, seguro habría dicho después de unas horas.

Un solo ejemplo bastará. Cuando mis hermanas entraron a la universidad, ambas a carreras de bien no como el que suscribe, estimaron que la casa se había quedado chica y no se le ocurrió nada mejor que hacerla de nuevo. Solo. De principio a fin, de planos a instalaciones eléctricas. Con una pura pierna –desafíando el saber popular, mi viejo es medio cojo pero es bueno, bueno como el pan-- y con el conocimiento aprendido en la milenaria tarea de mirar a su propio viejo hacer lo mismo, de forma increíble paró una casa completa trabajando en el verano y después de llegar del trabajo. Estas cosas fueron dándole objetividad a mi natural imaginación de cabro chico porque, orgullo para mi, todo el barrio, mis amigos, los amigos de mis hermanas lo veían como una especie de MacGyver criollo y fabulaban que mo era posible tanta cosa. Ninguna de esas multiples ocupaciones impidió que se diera el tiempo de acribillarme a pelotazos para entrenarme al arco (cosa que no tuvo los frutos esperados, pero bueno, todo no se puede), enseñarme a jugar ajedrez (y no dejarme ganar nunca), hacerme las tareas de artes o discutir conmigo, desde edades inimaginables, sobre fútbol, política, dios y tanta cosa. Igual yo lo admiraba como el que más, pero no estabamos de acuerdo en casi ningún tema de los diversos que tocabamos y eso parecía gustarle, incluso parecía incentivarlo, no sabía el monstruo que estaba creando.

Bueno, la promesa.

Cuando tenía 17 años decidí estudiar Literatura. Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánica, quiero decir. En una familia de trabajadores, la gesta épica de una hermana médico y otra ingeniera le daba a la decisión un matiz más impopular todavía. En un principio contó con la oposición de todo el mundo. Cuando digo todo el mundo es todo el mundo: esa es una de las desventajas de ser del sur y tener una familia grande, parte de los costos del cariño “oiga pero es que Pipito usted puede estudiar lo que quiera, para qué va a estudiar esa lesera”. Menos mal ya no vivíamos en Dorsal, departamento ubicado en unos blocks donde pasé mi infancia primera y donde se conservaba una vida comunitaria muchisimo más activa: de haber estado ahí seguramente el afilador de cuchillos, el vendedor de leche de burra, el cambiador de plantas por ropa y la señora a la que le volé un diente de un cabezazo cuando era guagua también habrían reclamado su sitio en el ágora de mi futuro y pedido la palabra. Ahora, sin duda, la oposición más dura fue la de mi vieja. No quería y no quería no más, quería algo mejor para mi. Igual, hablar con el diario del lunes me obliga a ser justo: todas las aprensiones de mi vieja eran ciertas y la realidad resultó ser peor incluso de lo que ella creía, al menos en términos de estabilidad laboral, psicológica y financiera –además, en la academia uno se encuentra con cada mal bicho, pero esa si que es materia de otra historia.

Fue un tiempo difícil y frío, sobre todo que somos nosotros tan pegados y familieros –medio mamones diría un observador imparcial más implacable. Con todo esto a cuestas, que duró varios meses, un día mi viejo entró a mi pieza y me dijo: ya Felipe, tenemos que conversar. Mi viejo tenía todo el derecho a tirar una arenga digna de Bonini sobre lo difícil que es la vida, toda la mierda que hay que comer para salir adelante y, sin dudas, todo el titánico esfuerzo que tuvo que mamarse él mismo, nadie se lo tuvo que contar, para que nosotros pudieramos estudiar lo que se nos cantara y vivir más tranquilos, sin tener que trabajar como un buey en lo que cayera. Él había tejido con sabiduría una red enormes de historias, primero, y de vivencias preciosas, después, para que yo lo conociera, supiera su historia, sus afectos, sus voluntades. Pero no dijo nada de eso, no jugó ninguna de esas cartas, no apeló a nada de eso. No hubo discursos, ni retos, ni manipulaciones, ni reprimendas. Me miró serio, muy serio, cosa rara. ¿De verdad quieres estudiar eso? Si, papá, de verdad. Mira, Felipe, entonces tienes que prometerme que vas a esforzarte, que vas a ser bueno y que no vas a cambiarte de carrera. Bueno, papá. ¿Palabra de hombre? Palabra de hombre. Bueno, estamos listos entonces, cuenta conmigo. Y se fue.

Quedé dibujado, de una pieza, sin entender mucho lo que había pasado. Mi viejo siempre describe a los viejos antiguos, su viejo y su tío, como viejos duros, de múltiples oficios y vidas durisimas, de pocas y precisas palabras. En ese momento, mi viejo tan locuaz y siempre alegre había traído códigos de otro tiempo, quizás ya perdidos, para solucionar de un plumazo el problema y llevarse todas las nubes negras llenas de mierda. Pasaron varios días masticando el asunto hasta el día de la resolución final. Quizás es una pelotudez pero son realmente las pequeñas pelotudeces diarias las que van tejiendo las redes de la vida cotidiana y marcando a fuego el destino de nuestros afectos: un día, ocupando el pc, cuelgo y me pongo a hacer otra cosa y de repente aparece esos fondos de pantalla que tenían los Windows viejos con unas letritas de WordArt flotando que decían: Dr. Felipe Hasler, Doctor en Letras. De una u otra manera, yo sabía que él tenía una fe ciega, enorme, totalmente injustificada en mis capacidades y, de una manera u otra, quería responderle. Ese día, para mi, se terminó de cerrar esa promesa que le daría sentido a todos los sucesos que se terminaron de cerrar la semana pasada.

Desprovisto de la genialidad épica de mi viejo, eché mano a una cosa que si heredé de él: la cabeza dura. Me tiré a estudiar como quien se tira de cabeza a una muralla, sin mucho talento pero sin descanso. A veces, cuando amigos me han preguntado “¿por qué no te tomaste un añito entre el magister y el doctorado? ¿por qué no descansas un poco y agarras mundo?” siempre la tiro al corner e improviso un “es que después es todo más complicado, con familia y todo es más difícil” o un “así se dieron las cosas, es todo un tema”. La intimidad de la promesa le daba más fuerza a ese vínculo de donde siempre echaba mano de un poco de fuerza para poder enfrentar las miserias cotidianas. Además, si le hubiera dicho a alguien “se lo prometí a mi viejo” se hubiera quedado de una pieza, no habría entendido una mierda y, bueno, explicar tanta cosa también. Alguna gente dice que en eso de ser tan terco como una mula soy un aries de manual pero yo creo que es porque soy medio tarado no más. Además, mi viejo es igual y es del signo de diciembre, entonces no creo que venga mucho a cuento.

El tiempo quiso, de una manera que todo calzara para bien, se tiene que haber equivocado el tiempo con nosotros esta vez. La semana pasada por fin pude terminar la tesis doctoral y dejarla entregada en Buenos Aires. Justo para su cumpleaños nos encontramos por primera vez después de eso. Cuando nos vimos y lo abracé me entró una emoción grande, como si hubieramos viajado toda la noche en un cacharro de porquería para enfrentar al equipo más grande del mundo en el Monumental y le hubieramos ganado de contragolpe en el último minuto, con un gol mío y un pase enorme y profundo de él. Yo sabía que se lo debía y le había cumplido, por ahí pueden revisar la tesis y mandarla al carajo pero ya nada importa, el esfuerzo había estado, sin duda, y le había cumplido y no podía importar más nada que eso. No se lo debía solo a él, sino también al pendejo pelotero de tenis, al que se anotó solo en el colegio, al cabro que cargaba sacos y también a ese viejo profundamente bueno y optimista que es ahora. Porque yo sé a ciencia cierta que en la mayoría de los partidos de la vida soy un central bastante limitado, tronco y hecho de flan pero con él en la espalda, con ese apoyo constante e irreflexivo, puedo ser un 10, echarme al equipo al hombro y sacar un pase bueno de vez en cuando.